Pandemia y crisis en la Atenas de Pericles

Desde principios de 2020 la humanidad está viviendo la experiencia de cómo un virus originado en China se ha ido extendiendo gradualmente a lo largo del planeta. Lo que en un principio parecía un problema local, circunscrito a la ciudad de Wuhan, ha sido en realidad el punto de partida de una pandemia cuyas características no se habían visto desde la propagación de la llamada «gripe española» en 1918 debido a la Gran Guerra, la cual generó alrededor de 50 millones de muertes. Durante los siglos XX y XXI, otras epidemias se han extendido peligrosamente como el SARS, la gripe porcina, el Ébola o el VIH, todas bastante graves, pero ninguna de ellas pareciera tener tanta virulencia como el Covid-19.

Dra. Carolina Valenzuela Matus Investigadora asociada al Instituto Estudios Sociales y Humanísticos (IdeSH)- Facultad Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma de Chile

Toda esta angustiante situación provocada por la pandemia está lejos de ser única en la historia de la humanidad. Si la propagación del virus está afectando a los actuales gobiernos del orbe y poniendo en jaque los sistemas de salud, recordemos que hace casi dos mil quinientos años, una pandemia contribuyó a precipitar al abismo a la Atenas de Pericles. Esta historia, de asombrosos parecidos, es la que se expone sintéticamente.

Se suele decir que «desde los griegos, nada nuevo bajo el sol», y a veces, esta frase cobra sentido para los que nos gusta rastrear con entusiasmo las influencias de la cultura grecorromana en el mundo occidental, incluso en lo que a las epidemias se refiere. De hecho, esta misma palabra proviene del griego que significa «sobre la población», y también dio nombre a unos escritos hipocráticos redactados entre los siglos V y VI A.C, que contenían registros anuales del clima y enfermedades asociadas. En esa misma época, «epidemia” habría pasado de significar «sobre la población» a algo que circula o se propaga sobre la población». El término pandemia («pan» totalidad+ «dem» gente) no se habría utilizado comúnmente hasta el siglo XIX.

Así como los griegos nos legaron la palabra epidemia, nosotros también hemos heredado de ellos muchas otras cosas referentes a la salud y la enfermedad, lo que quedó reflejado hasta en sus mitos, pues tenían un dios de la salud, Asclepio, y toda su familia ejercía funciones relativas a la medicina. Su mujer, Epíone, calmaba el dolor; su hija Higea era símbolo de la prevención; su hija Panacea, símbolo del tratamiento; su hijo Telesforo, símbolo de la convalecencia, y sus hijos Macaón y Podalirio, eran los protectores de los cirujanos y los médicos. Se decía que Asclepio alcanzó tal habilidad en las artes curativas que podía devolver la vida a los muertos, algo que disgustó a Zeus, el padre de los dioses, quien lo mató con un rayo.

En la Grecia antigua, había varios templos dedicados a Asclepio, pero el templo más importante fue el Santuario de Epidauro, donde se desarrolló una Escuela de Medicina en la cual el mismo Hipócrates ejerció la profesión médica. Este santuario era una especie de balneario donde los griegos acudían de todas partes buscando sanación mediante la purificación con baños y ayuno. Tras este proceso, eran conducidos a salas especiales donde el dios aparecía en el sueño de los enfermos indicándoles, de forma personalizada, el tratamiento que cada uno debía seguir. Sabemos que fue un centro muy popular en su época y muchos agradecieron al dios por su curación. A ojos actuales, este sería un verdadero centro de tratamiento détox, y está demostrado que tenía un gran éxito de curación entre enfermedades relacionadas con afecciones a la piel, gripes o jaquecas.

Cuando la peste arreció en Atenas durante el siglo V antes de nuestra era, se erigió un templo a Asclepio a los pies de la Acrópolis, para suplicar al dios la curación de ese mal tan horrendo. Era el tiempo de Pericles, uno de los magistrados más famosos de la antigüedad que favoreció la democracia, embelleció la ciudad con maravillosas obras arquitectónicas, y protegió a artistas y filósofos. Sin embargo, todo ese esplendor comenzaría a desaparecer por los dos grandes males de la humanidad: la guerra y la peste.

Sobre estas dos materias conocemos bastante gracias a la genialidad de Tucídides, quien escribió la Historia de la guerra del Peloponeso, donde narró el enfrentamiento entre atenienses y lacedemonios entre los años 431- 404 a.C. De acuerdo con la historiadora británica Mary Beard, Tucídides intentó hacer algo que nunca se había hecho antes: un análisis racional e impersonal de la historia de su propio tiempo, libre de explicaciones religiosas, y estas características se manifiestan justamente en las descripciones detalladas de la guerra y de la peste que asoló a Atenas. El autor griego es un testigo privilegiado de todos los hechos que narra: él mismo fue contagiado por la peste y sobrevivió para contarlo. El relato es asombroso ya que da detalles de la expansión del virus, de la sintomatología, de los esfuerzos de los médicos y el sentimiento de la población, desolada y desesperanzada, ante el avance de la pandemia.

Al principio, los atenienses sospecharon que los peloponesios, con los que estaban en guerra, habrían envenenado sus pozos; pero al poco tiempo, la peste «invadió la ciudad alta, y de allí se esparció por todas partes, muriendo muchos más». La peste atacaba a gente sana y agravaba otras enfermedades preexistentes; entre los síntomas que la identificaba estaban: dolor de cabeza, irritación de los ojos, lengua y garganta sanguinolenta, continuos estornudos, voz ronca, y tos. En medio de todo esto, destaca el tremendo desconcierto de los médicos, quienes no acertaban el remedio por desconocer la enfermedad, y muchos de ellos eran los primeros en morir al visitar a los enfermos. Y no solo los médicos eran fácilmente afectados, sino todos aquellos que no mantenían lo que hoy llamamos «distancia social» por conservar «la honrosa» costumbre de visitar a sus parientes y amigos.

Tucídides también reparó en la reacción de la naturaleza, especialmente entre los animales, lo que le confirmaba lo extraña que era esta pandemia: las aves y las fieras carroñeras no tocaban la carne de los muertos, y se reconocía la magnitud de la infección en que «no aparecían aves ni sobre los cuerpos muertos, ni en otros lugares donde habían estado; ni aún los perros que acostumbraban andar entre los hombres más que otros animales; de lo cual se puede bien conjeturar la fuerza de este mal».

El autor griego reconoce que aquellos que lograban sobrevivir quedaban inmunes: «estaban fuera de peligro, porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos para matarle, por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban». En contraposición, estaba la desesperanza generalizada del pueblo: «Nadie se cuidaba de religión ni de santidad; sino que eran violados y confusos los derechos de sepultura del que antes usaban, pues cada cual sepultaba a los suyos donde podía». El relato nos confirma la fragilidad de la vida, y el miedo a morir de la peste en medio de grandes afecciones, pero también el miedo a vivir una vida que se proyectaba muy corta, por eso «los pobres que heredaban los bienes de los ricos, no pensaban sino en gastarlos pronto en pasatiempos y deleites, pareciéndoles que no podían hacer cosa mejor, no teniendo esperanza de gozarlos mucho tiempo, antes temiendo perderlos en seguida y con ellos la vida».

La peste, en medio del conflicto bélico, favoreció el descontento contra el gobierno de Pericles. En un emotivo discurso, el gran magistrado ateniense, se dirigió a los ciudadanos llamándolos a defender la libertad común y a acatar la voluntad divina. Lamentablemente, el más conocido representante de la democracia ateniense moriría a consecuencia de la peste, sumiendo a la «polis» más famosa de la antigüedad en la decadencia.

En el desgarrador relato de Tucídides se reviven nuestros temores presentes. Con asombro podemos constatar que el sentimiento que manifestaban los griegos ante la peste no es muy distinto al que sentimos nosotros hoy. La preocupación que experimentan los médicos al desconocer la cura, el riesgo de no guardar la distancia social con los contagiados y el sentimiento de desesperanza de la población ante la pérdida de cientos de vidas, conectan más que nunca nuestra experiencia de pandemia con la de los atenienses de la antigüedad. No obstante, el siglo XXI es diferente al tiempo de Pericles. Hoy contamos con investigación científica y con recursos tecnológicos (en parte también por seguir el camino de los antiguos griegos). Sin embargo, a veces parecen escasear las voluntades de los gobiernos del mundo para dar una mejor respuesta a la crisis.

Carta publicada enEl Mostrador

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